viernes, 30 de septiembre de 2016

"Los 'martinfierristas' de Italia", de Sandro Volta (1924)


«Mis queridos amigos desconocidos:
He atravesado el océano junto con Oliverio Girondo.
Debo a esta amistad de a bordo el haber llegado a Buenos Aires con un conocimiento de la Argentina algo más amplio del que hubiera poseído en virtud de las reminiscencias históricas y geográficas de las lecciones aprendidas en el liceo; el haber podido formar, antes de mi  llegada, una opinión acerca de la idiosincrasia de este pueblo joven y conocer especialmente sus desarrollos culturales y artísticos.
A Oliverio debo también vuestra amistad, queridos compañeros de Martín Fierro, amistad tan sólo espiritual y de lejos, porque mi viaje al Brasil, anterior a la salida de Girondo para Norte América, me impidió participar en una de vuestras veladas gastronómicas en el “Cocodrilo”.
Ahora, en nombre de esta amistad que no existe aun, pero es como si fuera antigua, yo os pido la hospitalidad de vuestro periódico para poderos hablar de mis amigos italianos con la misma pasión desinteresada de Girondo, cuando hablábame de vosotros en las noches ecuatoriales del Atlántico. Creo que mi colaboración podrá hasta (¡reviente la modestia!) resultaros asaz útil, porque, si me lo permitís, quiero deciros que vuestra cultura europea me parece un poco demasiado “vient de Paris”, como, por lo demás, ha sido, hasta hace poco tiempo, todo nuestro movimiento moderno también en Italia.
Exceptuando alguna extravagante degeneración de un movimiento que, a su tiempo, ha tenido en Italia una importancia notable, no he visto en Martín Fierro de italiano otra cosa aparte de una excelente traducción de algunas poesías de Palazzeschi; poco, para vuestro loable cosmopolitismo, tanto más por haber presentado a Palazzeschi como futurista, mientras no obstante su muy breve alistamiento en las filas “marinettianas”, Aldo Pallazzeschi, el más puro poeta que haya tenido Italia después de Pascoli, ha sido siempre el espíritu menos futurista que yo haya conocido jamás.
En todo el mundo se conocen ahora dos nombres italianos que supieron imponer un arte esencialmente moderno a los públicos más reacios: Pirandello y Papini, pero hace falta aún (la misma falta que hace en Europa de dar a conocer varios nombres vuestros y primero entre todos el de Leopoldo Lugones), hace falta aún dar a conocer otros nombres y otras obras italianas, sin otro fin, además, que el de neutralizar la difamación que hacen del arte italiano los varios Nicodemi, Giácomo Puccini, Sartorio y congéneres Pitigrilli o los varios arquitectos y escultores italianos que afean las calles y las plazas de medio mundo.
Hay que decir, por ejemplo, que el único músico viviente que puede hoy hacer contraste a la gigantesca figura de Ricardo Strauss es Hildebrando Pizzetti y que cerca de él trabajan músicos como Respighi, Casella, Castelnuovo y Malipiero.
Hay que decir a quien cree que hoy no hay pintores fuera de Picasso, Derain y Matisse, que hay, por el contrario, todo un florecimiento de artistas que colocan a Italia a la vanguardia del movimiento moderno pictórico y que se llaman Sóffici, Spadini, Carrá, De Chírico, Rosai y Lega.
Hay que decir que en la novela la tradición “manzoniana” ha sido continuada y sigue desarrollándose en forma casi prodigiosa a través de la obra de tres escritores que se han sucedido con una extraordinaria continuidad: Juan Verga, Federico Tozzi y Enrique Pea.
Hay tanto para decir, que corro el riesgo de extraviarme; cosas poco conocidas en la propia Italia, mientras quisiéramos que las supiera todo el mundo.
Si me concedierais un poco de vuestro espacio, hablaría de todos; un poco cada vez, con simplicidad y sin pretensiones críticas.
Trataré de hacer una especie de crónica y reduciré modestamente mi cargo al de “Oficina de Informes”…
Comienzo, queridos amigos desconocidos, rogándoos publicar esta plática a modo de introducción de las breves monografías que periódicamente os enviaré.
Os doy las gracias y os ruego me guardéis vuestra amistad que aun no tengo la dicha de poseer…
                                      Sandro Volta»



Martín Fierro. Periódico quincenal de arte y crítica libre. Buenos Aires, octubre – noviembre 20 de 1924, Segunda época, Año I, Núm. 12 y 13.

Imagen: Número 1 de Martín Fierro, febrero de 1924.


miércoles, 28 de septiembre de 2016

L'altro figlio, de Luigi Pirandello (1923)



«Ninfarosa: Buon giorno, signor dottore!
Il medico: Ma che buon giorno! Come non vi vergognate di farvi beffe così d'una povera madre?
Ninfarosa: No, prima di rimproverarmi, mi lasci dire!
Il medico: Ma che volete dire?
Ninfarosa: Che è matta, signor dottore: non stia ad affliggersene così!
Il medico: E che gusto ci potete provate a ingannare una matta?
Ninfarosa: Ma no, signore: nessun gusto: proprio come si fa coi bambini, per contentarli! La pazzia, signor dottore, le è entrata nel capo, dopo la partenza di quei due figli per l'America. Non vuole ammettere che essi si siano scordati di lei, com'è la verità; e da anni s'ostina a mandar loro lettere e lettere. Io fingo di scrivergliele: così, due sgorbi sulla carta; quelli che partono, fingono di prendersele per recapitarle; e lei, poveraccia, s'illude. Ah, signor dottore, se dovessimo far come lei, sa che ci sarebbe qua? tutto un mare di pianto; e noi, dentro, affogate. Guardi, anch'io che le parlo: quel bel saltamartino di mio marito, ma sa che coraggio ha avuto? di mandarmi un ritratto di lui e della sua bella di laggiù, con le teste così, accoste accoste, e le mani afferrate - permette? mi dia la mano... - così! E ridono, ridono in faccia a chi li guarda: dunque, a me; se me l'hanno mandata! Ma io, la mia - guardi - mano di sarta, bianca: tante fossette, quante sono le dita! E piglio il mondo com'è!
La gialluzza: Te beata, Ninfarò!
Ninfarosa: Beata? È una virtù che potete avere anche voi. Chi l'ha, gli va tutto bene.
Z’a Marassunta: Eh, tu sei vispa!
Ninfarosa: E voi siete tardive! Ma dite pure di me: tanto, lo sapete, m'entra da un orecchio e m'esce dall'altro.
Il medico: Avrete da vivere, voi. Mentre quella poveretta, invece...
Ninfarosa: Ma che! Quella? Avrebbe da vivere anche lei, ih! bella seduta e servita in bocca. Se volesse. Non vuole. Lo domandi qua a tutte quante.»




Fotografía: escena de "L'altro figlio", de Kaos (1984) de Paolo & Vittorio Taviani. 

 Luigi Pirandello, L’altro figlio (1923). Edizione di riferimento: Luigi Pirandello, Maschere nude, a cura di Alessandro D’Amico, vol. III, collana I Meridiani, Arnoldo Mondadori editore, Milano, 2004.




miércoles, 21 de septiembre de 2016

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, de Patricio Pron (2016)



«Oreste Calosso. Roma, 16 de marzo de 1978.

Aunque la elección más natural hubiese sido Milán o Turín, fue precisamente ese hecho, el que fuese una elección natural, el que, sumado a los bombardeos, nos hizo pensar en otro lugar para celebrar el acto. En febrero de 1945 ya habíamos escogido un lugar, lo suficientemente cerca de ambas ciudades para que el viaje no constituyese un obstáculo y lo bastante lejos de Saló como para que fuese evidente para la prensa extranjera que la adhesión a la República Social que esperábamos obtener por parte de los autores que participaran del Congreso, que de algún modo ya estaban prestando al aceptar nuestra invitación, no era el resultado de coacción de ningún tipo. Escogimos Pinerolo, una ciudad pequeña a unos cuarenta kilómetros al suroeste de Turín, junto al río Chisone.»


Patricio Pron, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Buenos Aires: Literatura Randhom House, 2016.


martes, 20 de septiembre de 2016

Por la Tierra del Pan. Novela de costumbres, de Emilio P. Corbière (1933)



«Aquella mañana, al subir Betino Saveri a la cubierta del transatlántico que le conducía desde el puerto de Génova, vió por primera vez las aguas del Río de la Plata, barrosas y calmas, que el navío surcaba suavemente, rodeado de gaviotas, cuyos agudos gritos pareciánle un saludo de bienvenida. El sol, asomando por la costa uruguaya, iluminaba el estuario, dándole colorido plateado que afectaba los ojos con el excesivo brillo de las aguas. No se destacaban todavía las costas, esfumadas en el horizonte como pequeñas nubes grises, en tanto al paso del buque iban quedando otros pequeños navíos, de marcha rezagada, en los que a esas tempranas horas, los marineros hacían el baldeo de las cubiertas u otros trabajos de limpieza, mirando indiferentes el tránsito del gigantesco transatlántico.
El Río de la Plata presentábase a Betino como la visión de un sueño feliz, con ansiedades de misterios y acicates de aventura, y miraba la línea de avance del buque, buscando en el infinito el mundo de felicidad que tantas veces habían referido a la familia los paisanos radicados en la Argentina. Apoyado en la borda, indiferente a lo que sucedía a su lado o lo que hacían otros pasajeros, que como él también vivían horas de incertidumbre, su pensamiento pretendía descubrir tierras y hombres, con pueblos para él incomprendidos pero que presentía de amigos y hermanos, porque idealizábanse en el trabajo que era el objetivo de su viaje.
El monótono y continuo chasquido de las olas al abrirse cortadas por la proa del navío, representaba un repiqueteo de otros tantos ruidos que alcanzaban su cerebro, aturdiéndole en el análisis de las cosas presentes para revivir el recuerdo de las pasadas. Propicio el momento para las evocaciones cariñosas, la aldea del Piamonte, a los veinte y dos días de la partida, aparecía en su mente con rasgos de una virilidad que antes no habíale conocido. La distancia y las impresiones nuevas aumentaban en su retina la belleza de los detalles. Allá estaría aún la vieja madre mirando, con ojos anhelosos y empañados por ardientes lágrimas, la carretera inmediata a la casa, por donde él y su hermano Carlo salieron del pueblo rumbo a Génova, y creyendo que los veía alejarse, murmurando cada mañana una oración que debía favorecerles en la suerte del viaje, con ese espíritu cristiano tan hondamente arraigado en el alma de las mujeres aldeanas. Betino la había dejado en ese lugar al despedirse y conocíala bien, para saber cuántas bendiciones les daría a todas horas, buscando así un lenitivo para su atribulado espíritu de madre, que intuitivamente adivina en la ausencia de los hijos, la muerte o el olvido.
Betino Saveri tenía 26 años. Vivaz, inteligente, espontáneo en el examen de los hechos y comprensión de las contrariedades; su temperamento manso hacíale adaptable a las horas y cosas que vivía, sin amargarlas. Robusto, sano, de ancha frente y ojos azules, esos ojos de los italianos del Norte, que tienen imágenes de poesía o arte en la mirada, atraía sugestivamente. Sin ser un hombre ilustrado, sus estudios escolares y el ejemplo del hogar paterno, habíanle habilitado para presentarse ante los demás con recato y fineza, dejando de ser el rústico labrador de la tierra que no levanta la cerviz del surco del arado. La lectura de algunos libros viejos que el padre guardaba religiosamente y sus conversaciones con los amigos de éste, el párroco, el médico y el alcalde, ex diputado departamental, también nutrieron su cerebro con otros conocimientos que le permitieron sobresalir en el círculo de los convecinos, en mayoría analfabetos.»


Emilio P. Corbière.
Por la tierra del Pan. Novela de costumbres. Buenos Aires: Librerías Anaconda, 1933.

El gaucho. Desde su orígen hasta nuestros días, de Emilio P. Corbière (1929)



«A medida que los inmigrantes fueron entrando al país y ubicándose en sus lugares de trabajo, éste fue adquiriendo impulso y desarrollo, alimentado por la acción de familias que si traían hambre, también traían un corazón grande para ponerlo al servicio de todas las causas buenas, sin que el gaucho concurriera a secundarlas en sus tareas ni a interrumpirlas. Desde lejos, huraño el de abajo y escéptico e indiferente el de arriba, miraron esa labor del gringo, como así dio en llamar al extranjero, sin interesarle lo que hacía, porque, al fin, no le privaba del goce de ninguna de sus prebendas del pasado. ¿Pero qué iban a privarles, si, precisamente, ellas eran el fruto del atraso y el abandono, de las cuales no precisaba el inmigrante disponer para su plan de enriquecimiento? Y así como cien años antes, el gaucho fue despreciado por el español, ahora era despreciado por el inmigrante, y a la vez éste despreciado por el gaucho, mientras los hijos de ese inmigrante, siguiendo las inspiraciones de los padres, agachan la cerviz ante el libro y el yunque, para levantarla formados ciudadanos argentinos de suficiencia y constituir la familia que con el orgullo que justifica la cultura, recoge y mejora el legado de los líricos criollos de la Revolución de Mayo; familia que no oprime al nativo con el pergamino de rancias señorías ni establece privilegios ni castas, dando sus hijos al amor honesto del hogar matrimonial, sin excluir la contribución del gaucho, que si hasta tanto llega alguna vez, es para perder en la mezcla las flaquezas de su raza.
De esos europeos, que desde 1880 a la fecha, han duplicado la población del país, desciende la familia argentina, que vigorosa y sana, encarna la verdadera fuerza moral de la Nación; ella es la que va llevando al rancho el efluvio de la vida nueva, higiénica y culta; que combate el paludismo en un lugar, la coca en otro y el alcoholismo en todos, carcomas que roen las energías de la familia nativa, sin que sus cabecillas y decantados propulsores se acordaran en tres siglos de eliminarlas; que hace de cada cuartel una escuela para llevar la luz de la instrucción al cerebro obscuro del paisano, monopolizado por los prejuicios religiosos, y que en cátedras populares y universitarias enseña a amar y respetar la patria como principio de orden y basamento de grandezas.
Es verdad, que el inmigrante trae de su país la lección de la miseria aprendida, maestro así para defenderse aquí de ella, y que son los temperamentos fuertes los que se lanzan a la conquista del pan en un nuevo mundo, donde la fe en lo personal valía es el escudo, en tano el criollo y el mestizo, están en su tierra, viviendo como los abuelos vivieron, sin ilustración ni iniciativas, pero sin necesidades, que son los acicates que obligan a mirar lejos el horizonte. La tranquilidad solariega de la aldea, como diría el poeta, fue la santa aspiración de la vida patricia, con sus días monótonos, aburridos e iguales; fue necesario que viniera el extranjero a modificar sus costumbres, y a desterrar para los museos el farol del alumbrado alimentado a aceite y la crujiente “volanta” de los paseos de Palermo, poniendo la nota mercantil del trato diario, donde privaba la mojigatería de las viejas beatas del coloniaje. No hemos de desconocer que con el extranjero vinieron también el lujo, desarrollado en nuestra buena gente en forma epidémica, y vicios nuevos, secreciones de las grandes ciudades europeas, pero menos peligrosas que la indiferencia y la apatía nativa, porque aquellos males pueden combatirse y los combate la parte sana de cada pueblo, que es la mayoría, mientras los apáticos son carne propicia y de raigambre para esas y otras desgracias sociales. Pero es que el vicio no fue una novedad sino por su exotismo; todos los pueblos tienen vicios y el nuestro, desde la Conquista sigue manteniendo varios. Si hubiera que eliminar a los viciosos, aún con un criterio tolerante, quedarían muy pocos individuos sobre la tierra argentina! Si el extranjero, pues, nos ha traído algo malo, lo bueno que también nos trajo es muchas veces más valioso, y excusa aquel trastorno.»



Emilio P. Corbière. El gaucho. Desde su orígen hasta nuestros días. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1929.