domingo, 31 de marzo de 2013

Le confessioni di un ottuagenario, de Ippolito Nievo (1867)



«Anche l’ingegner Martelli mi scrive che è giunto suo fratello e che andranno insieme a Buenos Aires, chiamati da quel governo per affari coloniali e militari. Colà gli Italiani hanno buon nome; il general Garibaldi ha lasciato gran desiderio di sé, e si diceva che ne sperassero il ritorno. Se fosse prima di tornar in Europa, vorrei passarvi per salutarlo, e con lui anche i Martelli che mi son cari come fossero del mio sangue. O patria mia, come allarghi i tuoi legami per tutto il mondo! Due nati sotto il tuo cielo si riconoscono senza palesar il proprio nome sulla terra straniera, e una forza irresistibile li spinge l’uno all’altro fra le braccia!…»

Nievo, Ippolito, Le confessioni di un ottuagenario. Firenze: Le Monnier, 1867.

Imagen: Ippolito Nievo, coronel garibaldino, con la medalla "dei Mille". Nápoles, febrero de 1861.

Il cacciatore di ombre. In viaggio con Don Patagonia, de Tito Barbini (2011)


La Patagonia del Padre Alberto De Agostini



«E allora, dov’è la Patagonia di De Agostini?
Ripasso mentalmente alcuni scritti del sacerdote. Anche lui aveva registrato un rapido cambiamento, specie dopo le scoperte dei ricchi giacimenti petroliferi. Se ne era accorto negli ultimi anni della sua vita. Però non c’erano ancora i turisti e i viaggiatori si contavano sulle dita di una mano.
E ancora una volta i pensieri mi portano verso una direzione sbagliata. Quasi temessi che non abbia senso cercare nelle cose che vedo oggi la Patagonia di De Agostini.
Riprendo il mio viaggio. Una chiacchierata con Alberto mi accompagna verso un sonno inquieto.
“ Mi chiedo ancora: dov’è la tua Patagonia? Dove posso cercarla? In questo viaggio tornerò nei luoghi che hai frequentato e forse ne scoprirò di nuovi”.
E lui che scuote la testa e mi porge un buon consiglio:
“Non aver fretta, ci vuole pazienza per ritrovare quei posti. È facile arrivarci, più difficile trovare il senso del mio cammino”.
Dobbiamo cercarlo assieme, quel senso, in questo viaggio.
“E voglio dirti un’altra cosa, spiegarti il vero significato della Patagonia, proprio quello che sfugge ai miei eruditi confratelli: questa è la terra nuova, aperta ai venti e ai migranti, fatta di gente che viene dagli sperduti angoli della vecchia Europa. Non somiglia a nessun’altra terra, e forse aveva ragione Darwin, a trovarvi spunti per la nostra evoluzione e a desiderare di tornarci e restarvi a lungo. La Patagonia è così lontana da tutto da trattenere forte il sapore della libertà”.
Sì, è proprio vero. Questo è il mondo nuovo costruito da pastori, mandriani, cacciatori di pelli e cercatori d’oro. Chi scendeva dalle navi o dal treno si trovava dinanzi uno sterminato vuoto, pietroso e brullo, senza alberi e con laghi bianchi di sale. Dopo, ma molto dopo, c’era la cordigliera. E i laghi di sette colori, i ghiacchiai eterni.
Ma Alberto mi trasmette ancora un pensiero: “Sì, la Patagonia era bella così. I pionieri l’avrebbero dovuta rispettare. Avrebbero dovuto vivere le loro nuove vite in pace con gli indios e crescere i loro figli con l’amore per la diversità... però così non è stato”.»


Barbini, Tito, Il cacciatore di ombre. In viaggio con Don Patagonia. Firenze: Valecchi, 2011.

Imágenes: Padre Alberto María De Agostini en la Patagonia, con su máquina fotográfica; el Macizo del Paine y el Alto Valle del Francés, en la Patagonia, fotografía del Padre De Agostini.

viernes, 29 de marzo de 2013

Después del día de fiesta, de Griselda Gambaro (2005)



La sonrisa de Giacomino


«No es justo, porque siempre sufriste tanto, Giacomino. Y te veía en ese mundo que ni siquiera oía nombrar, te veía, ¡increíblemente feliz, Giacomino! El sufrimiento te había abandonado, porque Dios es clemente y su clemencia te había trasladado a una tierra que podría llamar prodigiosa. Nunca vi ríos tan anchos, ni montañas tan altas ni campos tan fértiles. No eran nuestros campos abundantes en piedras y agotados de humus. Esa tierra te consideraba un hijo pródigo. Habías ganado en peso y caminabas erguido, serenamente, a pasos largos y… tenías bigote, Giacomuccio, ¡tenías bigote! Tu casa era grande, con balcones y enredaderas púrpuras, de flores en verano, de hojas en otoño. Cada mañana paseabas por los patios de vidrieras opacas de distintos colores, se tamizaba en combinaciones infinitas, devenía para tu placer vaguedad e incertidumbre. En ese país que ni siquiera oí nombrar, te trataban con miramiento, llevándote panes, vino, aceitunas, tomates. Las mujeres lavaban y cosían tu ropa, preparaban el café a tu gusto: fresco, cargado, espeso de azúcar. Te rodeaban amigos. Eran tan inteligentes que te sentías entre iguales, ¡te brillaban los ojos, Giacomuccio! Les hablabas de lo que nunca pudiste hablar aquí, en el pueblo, con los campesinos analfabetos ni con los letrados serviles que visitaban a nuestro padre. Contabas lo que leías, escribías y pensabas, y cuando te pusiste de pie –tu mirada miraba conmigo, pero también estabas allá, en ese mundo que ni siquiera oí nombrar-, una hoja en la mano, y comenzaste a leer, se produjo un gran silencio, revelador de una atención que nunca te habían concedido, salvo en esa tierra cuyos habitantes eran mejores, más sensibles e inteligentes que en tierra alguna. Tu voz iba más allá del cuarto, invadía la noche, que era dulce y clara, y los que pasaban por la calle se detenían y los que estaban trabajando abandonaban su tarea, en suspenso hacia esa voz, esas palabras que los acercaban a la belleza, que después de todo es lo que siempre buscamos. Cuando terminaste de leer, el silencio se hizo mayor, tan visible que se podía tocar, como la belleza que lo llenaba. Y desde aquí me apropié de tu sonrisa para no perderla nunca, porque finalmente apareció una sonrisa apenas insinuada en tu boca, ligera, inocente. Sabías lo que siempre supiste, sufrimiento, muerte, miseria, pero ya sin desamparo; una calma sobrenatural te reconciliaba con tu destino y podías aceptarlo, casi con alegría.»


Gambaro, Griselda, Después del día de fiesta. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2005.

Imágenes: Detalle del retrato de Giacomo Leopardi, de A. Ferrazzi (ca. 1820), Casa Leopardi, Recanati; Biblioteca de Giacomo Leopardi.

miércoles, 27 de marzo de 2013

El extranjero, de Ricardo Güiraldes



«¿Sarmiento ha tenido razón en su tesis de civilización y barbarie? Aunque creamos que no, pongamos que sí para evitar argumentos inconducentes. Lo que es innegable es que Sarmiento ya no tiene razón.
Su preconizada supremacía de la ciudad sobre el campo, nos ha traído al estado presente. La cabeza no pensante, congestionada de tendencias disolventes y anárquicas, es hoy Buenos Aires y de Buenos Aires se extiende al interior como pulsaciones de un corazón contaminado. El extranjerismo cimentado en el afán de lucro, ha quebrado la idea en su yunque de oro y las chispas van a la buena de Dios, por sobre nuestro territorio.
Los porteños “que han dejado de ser loros para ser fonógrafos” como dice Rusiñol, se han sacado el sombrero –que no cubre ningún criterio-, ante la acción disolvente del extranjerismo y es eso lo que la civilización de la ciudad envía a la barbarie del campo; por suerte la barbarie no tiene la adulación tan fácil.
¿Cuál es el resultado de esta brillante tesis?
Que somos actualmente una nación inversa de la judía.
Ellos son una raza, un tipo, una religión, una entidad pensante homogénea, sin territorio.
Nosotros somos un territorio sin raza, sin tipo, sin religión y sin pensamiento ni homogeneidad alguna.
¡Hermoso resultado en verdad!»

Güiraldes, Ricardo, “El extranjero” en Semblanza de nuestro país y otros escritos. Buenos Aires: Ediciones Búsqueda, 1982.

martes, 26 de marzo de 2013

Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal (1948)


Adán encuentra  a Chacharola



-¡Chacharola!  -gritó la voz de un chico, dura y llena de aristas como un cascote-. ¿Y las cuatro sábanas de hilo de Italia?
El coro repitió en un acorde brutal:
-¿Y las cuatro sábanas de hilo de Italia?
Se oyo al punto el graznido ronco de la vieja:
-Brigante!
-¡Chacharola! ¿Y el anillo de oro? –cacareó en seguida otra voz infantil que no era inocente ni lo había sido jamás.
-¿Y el anillo de oro? –repitieron a una las voces corales.
Adán aceleró su marcha.
-Bandito! –graznó la vieja desde la calle Hidalgo.
Ya en el cruce de Monte Egmont e Hidalgo un tropel de chiquilines en fuga cayó sobre Adán Buenosayres, lo hizo girar como un trompo y se alejó en clamorosa desbandada. Simultáneamente Adán vió cómo el palo de la Chacharola describía una parábola en el aire, y oyó a la vieja que, tremolante de brazos, dirigía un insulto final a sus cobardes enemigos:
-La putta de la tua mamma!
Recogiendo el palo de escoba que había rodado hasta sus pies, Adán se dirigió a la Chacharola y lo restituyó a su mano crispada todavía. Entonces la vieja reacomodó lentamente sus arrugas hasta construir algo semejante al espectro de una sonrisa, y tendiendo hacia los fugitivos un índice rematado en cierta uña luctuosa:
-¡Son unos hijos de puta! –los definió castizamente.
Luego, señalando con el mismo índice la vecina torre de San Bernardo:
-Hoy, San Vitale –gruñó devotamente-. Bello!
-Sí –le respondió Adán-, la misa de San Vitale.
La vieja recobró súbitamente su máscara de ira y le clavó dos ojos fanáticos.
-¡Un mártir! –dijo en tono polémico.
-¡Un gran santo! –la tranquilizó Adán en seguida.
Povero San Vitale! –lloriqueó entonces la vieja sin una lágrima-. Bello! Bello!
Y se alejó por la calle Monte Egmont rumbo a la de Olaya, trazando con su cabeza fatales movimientos de negación.

Marechal, Leopoldo, Adán Buenosayres. Buenos Aires: Sudamericana, 1948.

Imagen: detalle de la tapa de la primera edición de Adán Buenosayres (Buenos Aires: Sudamericana, 1948).

jueves, 21 de marzo de 2013

Paese, de Gigliola Zecchin (2000)




Camicia nera

nadie explique a la memoria
el frío del tren
el olor de la nieve
la caja cerrada con lacre

historia reducida a los papeles
de temblar hago palabras
sueltas al mundo
me traduzco

en lo escrito
hay miedo
de lo escrito

anverso
donde un hombre aleja
su caricia y nada
se lo advierte

en ese abismo
sin pruebas materiales
cae como piedra

mi padre


Zecchin, Gigliola, Paese. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000.

lunes, 18 de marzo de 2013

L'eroe dei due mondi, de Edoardo Salmeri (1961)



La sonnambula della Pampa


4.
«Sotto l’ombù la donna lo conduce
E gli promette il toro che richiede.
Quindi a sedere accanto a lei l’induce,
Onde aspettare in quell’ombrosa sede
Il gäucho, che in essa si riduce
Nell’ora che alla sera il giorno cede.
L’ospite scorge Dante sovra sasso,
sull’erbe Ariosto e pur Petrarca e Tasso.

5.
“Ma qui io scorgo i grandi di mia terra!-
Allor commosso il pellegrino esclama-
Chi mai c’apprende in sì ermo retroterra
Il dolce idioma di sua gente grama?
Donna gentile, cosa mai vi serra
A quel paese, che dolente chiama?
È la mia patria, amabile signora,
La terra, che il mio cor sospira e adora”.

6.
“Chi mai sconosce quella riva antica,
Che in ogni parte la sua luce spande?
Che d’un Colombo vide la fatica
E d’un Ferruccio l’agguerrite bande?
Dei canti e i marmi, delle tele amica,
Culla di quanto tra le genti è grande,
Madre d’eroi, di condottier, di santi,
Tutti di lei fa i cuori Italia amanti”.

7.
Sì ella pronta all’esule risponde
E, ognor squisita, sorridente geme:
“Del Rio Uruguay io nacqui presso l’onde,
In queste plaghe della terra estreme,
Ma il tamo che produsse le mie fronde
Dall’Italia radice ebbe il suo seme.
Fur fiorentini i genitori miei
E in questo suolo entrambi le perdei.

8.
Il padre mio, cultor di bello stile,
Fu pur patriota e spirto battagliero.
Seguì d’Eugenio le lombrade file
Nella campagna, che piegò l’Impero.
Poscia, a’ tiranni, a ogni oppressione ostile,
Qui trasmigrò, deluso, quel pioniero.
Or dorme, sotto un sasso là sepolto,
Ed il suo nome è un suono senza volto.

9.
La pia consorte, che gli giace accanto,
Lo seguì presto nell’estremo porto.
Io mi rimasi sola col mio pianto,
Orfana inerme, senza alcun conforto,
E in una notte, sotto il caldo manto
Del cielo, ch’opprimea d’un aere morto,
Laggiù sul fieno diventai per sempre
Sposa del gaucho dall’alàcri tempre.

10.
Questo racconto grande pena infonde
Nel buon Corsar, ma quella già domanda:
“Siete bandito dalle patrie sponde?
Come giungete in sì romita landa?”
Lungo un sospiro l’Italiano effonde
E sì comincia con parola blanda:
“È Nizza il loco che mi diè alla luce,
E amor di patria lungi mi conduce”.

11.
Ei narra di sua lotta il primo saggio,
La fuga, la condanna, il triste esiglio;
Da Francia a Rio per l’ampio Oceano il viaggio,
Contro il Brasil l’audace suo consiglio;
E parla di Riogrande, del servaggio,
Di quell’oscura notte, del periglio:
Or, colla ciurma stanca ed affamata,
La nave nella baia era ancorata.

12.
Poi che ciò dice, il Capitano tace
E quella parla dei suoi dì romiti:
Che a lungo al rezzo con quei libri giace,
E carmi intreccia da nessuno uditi;
Or della pampa canta l’alta pace,
Or la pastura per gli erbosi liti.
E intanto il gaucho sotto il sole vaga
E il suo pensier col verde mate svaga.

13.
“Ma ditemi, signore, dite, vi prego:
Sì bella è Italia, come si decanta?
Il genitor volgea continuo il prego
D’esser sepolto in quella terra santa.
Anch’io a lei l cor con desiderio spiego,
Quale a miraggio, che seduce e incanta.
Dante il giardino dell’Imper la dice,
Stranier cantor d’arancio il fior le addice”.

14.
“Sì, bella e santa è Italia, o degna amica,
Di messi d’or, di frutti essa nutrice,
D’archi e colonne e di memorie antiche;
Già l’alma Esperia mitica, felice,
D’azzurri gorghi e tersi cieli aprica,
Ma per rio fato misera e infelice,
Onde i suoi figli lascian le sue sponde
E vengono a morir sott’altre fronde.

15.
Pochi color che tornano ai suoi lidi,
Pocchi che acceso serbano il ricordo,
Chè lor col tempo, avvinti ai novi lidi,
Ahi, dell’antica madre lento e sordo
Il dolce suono giunge; e, pur che fidi,
Gli eredi, immemor, poi, del prisco accordo,
Parlan d’Italia qual d’estranea plaga,
O qual la culla dei lor’avi vaga”.»


Salmeri, Edoardo (a cura di), L’eroe dei due mondi. Poema lirico ottocentesco d’ignoto autore scoperto in Uruguay da un italiano. Palermo: Arti Grafiche A. Cappugi & Figli, 1961.

Imágenes: Fotografía de Giuseppe Garibaldi; La Pampa, óleo sobre cartón de Pedro Figari (Uruguay, 1861 - 1938).

domingo, 17 de marzo de 2013

La mala leche, de Martha Grondona (1993)




«Al pisar los lustrados ladrillones del piso de la casa esquina, Francesco siente la alegría de entrar al hogar. Es agradable volver de la ciudad después de varios días de hotel, sentarse en la hamaca vienesa y aspirar hondo el cigarro.
Mientras se mece recuerda aquellos lejanos tiempos en Italia; Assunta, que era apenas una niña, le fue prometida en matrimonio. Cuando partió a América prometió volver y casarse con ella, pero su madre temía que no cumpliera con la joven y su familia. Parece imposible que haya pasado tanto tiempo.
Sus padres no quisieron que hiciera el servicio militar. Pagaron a un labrador y su hijo lo reemplazó, como era costumbre. Desgraciadamente estalló la guerra y fue llamado a alistarse. Francesco resolvió entrar al seminario de Nápoles para desembarazarse de esta exigencia. Allí se destacó en el estudio, especialmente en teología y filosofía, pero ni en el recoleto recinto conventual pudo librarse de la plaga del reclutamiento.
Después de una noche de febril insomnio se embarcó en el puerto de la ciudad, en el primer barco que zarpaba para América, como polizón. Recién en alta mar se presentó al capitán y quedó encargado de algunos trabajos en la cocina.
Antes de partir envió una carta a su padre con un mozalbete a quien le entregó  unas monedas que tenía, tratando de asegurarse que la recibirían en su casa.
En Buenos Aires tuvo la suerte de ocuparse en seguida en una pulpería de San Telmo; allí conoció al propietario de unos carruajes fleteros, entre la capital y ciudades del interior. Trabajó arduamente con él.
Cuando ya desesperaban de tenerlas recibieron en Benevento sus primeras noticias. Yo estoy bien y trabajo no falta, pero es mi deseo radicarme en algún lugar con viñedos. En Mendoza los hay y también en Salta, al Norte del país; allí las tierras son muy buenas para las vides y los olivos. Cuando me establezca los haré venir a mi casamiento, porque mantengo el compromiso contraído con Assunta. Escríbanme contando de la salud de ustedes y de la suerte de mis hermanos.
En uno de los viajes realizados al interior el carruaje en el que iba Francesco escapó, milagrosamente, en tierras de Santa Fe, de los indios que en malón sangriento atacaron el convoy. Francesco no se distinguía por el valor épico y resolvió no volver por esos lugares. Así fue como llegó a Las Tomas y se quedó a trabajar en una carretería, recomendado por su patrón. Escribió al padre. Tengo pensado ahorrar y comprar una finquita en un poblado cercano, donde las tierras son tan buenas como en la Campania.
Con la mayor premura Franco Gambastorta mandó a su hijo una cantidad de dinero suficiente para que realizara la compra, confiando en el buen sentido que le parecía había tenido el muchacho.

Francesco compró unas tierras colindantes con los ríos Pucuy y Tutura, en la población de Chulpa.
Los viñedos adquiridos eran plantaciones viejas; de a poco fue renovando las cepas con injertos sobre las plantas más resistentes y sanas y plantando nuevas, importadas de Europa. Qué satisfecho me sentí cuando llegó el tiempo de levantar la primera cosecha.
Con el dinero obtenido se preocupó por convertir su finquita en algo similar a lo que su padre tenía allá; compró olivos, castaños y nogales. Al plantarlos controló que debajo de cada nogal los peones colocaran una gran laja, para evitar que el árbol creciera mucho en raíces demorando más su ya largo tiempo de espera en brindar los frutos ásperos y sabrosos.
Cómo me gustaría que mi padre viera esta tierra produciendo; los viñedos cargados de racimos y desgajándose los olivares. Tan generoso como siempre me mandó el dinero con el que compré Benevento, mi finca primigenia, y empecé a hacer todo lo que tengo. Ahorrando de a poquito hubiera sido difícil. Del mismo modo me comportaré yo con mi hijo; además algún día todo será de él. Me gustaría que Franco se case con una mujer de buena fibra, y si también es bella mejor aún. Quiero ver los nietos. Ni siquiera es afecto a los bailes. Si yo tuviera veinte años menos.
Cuando Assunta llegó a América ya era la señora de Gambastorta; se casaron por poder en Benevento, adonde las familias de ambos habían vivido siempre.
Qué buena había sido la vida allá, cuando disfrutaba del bienestar que dan la holgura económica y el prestigio familiar. Francesco viajó con el padre y conoció grandes ciudades. Cuando el estreno de una ópera acompañó a sus padres hasta Milán. A Francesco siempre le gustó la música y canturrea hasta el presente, mientras se enrula los bigotes o se prolija la barba, alguna aria de Rigoletto o de La Traviata. Oh, el bel canto.

A Francesco lo embarga la nostalgia de la patria lejana y de la familia; no ha vuelto a verlas. Qué distinto habría sido todo si no fuera por la guerra, pero jamás pude desatender mis negocios. Empecé sin nada. Entonces yo sólo era un gringo de mierda. Hasta que hice plata. Recién entonces se dieron cuenta de que no era un bruto. No saben quién es Aristóteles, ni Petrarca, ni Virgilio; jamás habían oído hablar de la teoría heliocéntrica. Sólo hablan de lo que tienen o, como Abaleo, de los antepasados.»


Grondona, Martha, La mala leche. Buenos Aires: Editorial Vinciguerra, 1993.


viernes, 15 de marzo de 2013

Un pintor ante el espejo, de Emilio Pettoruti (1968)


Emilio Pettoruti, becario en Europa



«Pasaron los meses sin que Sarrat me hablase jamás de la posibilidad de hacerme acordar una beca, pese a haberme preguntado a menudo en el curso de nuestra amistad, muy paternal de su parte, si me gustaría estudiar en Europa, a lo que presumo habré contestado con el entusiasmo que la idea me inspiraba. Fue probablemente en marzo de 1913, no recuerdo la fecha con exactitud, cuando un ordenanza me trajo una tarjeta en la que Sarrat me pedía que fuera esa noche a verlo a la Cámara, hacia las 22 horas.
Era entonces diputado y Presidente de la Comisión del Presupuesto. Lo encontré solo, trabajando. Tomamos café, conversamos un momento y él volvió a enfrascarse en sus grandes cuadernos abiertos, no sin alargarme un volumen que me había prometido. Comprendí que algo se gestaba y aguardé el notición. En eso sonó el teléfono de una piecita vecina (supe luego que el teléfono directo con la llamada Estancia del Gobernador, residencia señorial sita en el Bosque frente al Museo de Historia Natural, ocupada por el entonces Gobernador de la Provincia, Marcelino Ugarte).
Cuando Sarrat regresó a su escritorio comprendí, por la tristeza, que traía en la cara, que algo malo había pasado. Me dijo: -“Yo quería darle esta noche una buena noticia, Emilito, y debo dársela mala. Pensaba hacerle dar una beca y el Gobernador me pide economías, más economías…” Volvió a sentarse frente a sus librotes, a observarlos cavilosamente, y de pronto oí su voz de triunfo que exclamaba: “¡Ya está! ¡Lo beco a usted y hago economías!”
Había sucedido que revisando la muy larga lista de becarios de la Provincia, todo en Europa –y muchos de ellos sin otro mérito que el de ser “hijos de papá”-, había tropezado en el rubro cifras con una anomalía que le llamó la atención; en efecto, algunas becas eran de 150 pesos oro, mientras otras eran solamente de 100. Instantáneamente pensó que si los becarios con 100 podían vivir, bien podían hacerlo con la misma suma los favorecidos con 150. Llevando equitativamente todas las becas a 100, me daba una a mí y contentaba al Gobernador en su pedido de economías.
Esa misma noche pensó que tantos becarios no deberían estar sin control en países extranjeros; y como por razones de economía no era posible nombrarles un inspector especial, se las arregló para que la Provincia solicitara de la Nación que su Patronato de Becarios, al frente del cual se encontraba entonces don Ernesto de la Cárcova, se hiciera cargo simultáneamente de los becarios de la Provincia.
Esta excelente medida no debía durar mucho. En 1914 se declaró la guerra y el puente abierto Buenos Aires-Europa se fue estrechando para los aspirantes a artistas. De todos modos, cuando yo llegué a Florencia (agosto de 1913) y conocí a mis colegas, algunos de ellos me preguntaron cómo era posible que hablándose tanto de economías y habiéndoseles rebajado a ellos la mensualidad en una tercera parte, se me hubiese becado a mí, hecho incomprensible.
Sólo a uno de los que tuvieron 100 pesos desde el comienzo, y con el cual intimé, le conté lo sucedido un poco más tarde; le hizo mucha gracia; cómplices del asunto, reíamos como locos cada vez que alguno se quejaba.


La noticia de que me marchaba a Europa causó alegría y consternación en mi casa. Mi madre, sin decir nada, como persona que asume su deber, dio comienzo a los preparativos ocupándose de la lencería (yo tenía la impresión de que se me preparaba un ajuar de novia), pero cuando nuestras miradas se encontraban, bien que sus labios me sonrieran, sus ojos se humedecían de inefable ternura. Mi padre, como viajero para quien el cruce del Atlántico encierra pocos secretos (viajó varias veces a Europa), me adelantaba detalles de la futura travesía, o me hablaba del Viejo Mundo.
A mi abuelo (mi abuela ya había fallecido) fui a enterarlo personalmente. Quedó mudo con la noticia, los rasgos de su cara tensos, como si necesitara cerciorarse de lo que oía. Me hizo señas para que tomara asiento y desapareció de la sala; luego creí oír que iba hacia la puerta de calle. Cuando volvió, traía en una bandeja dos tazas de humeante chocolate al café, que él llamaba la bebida de los Papas, y un plato con masitas.
No escatimó sus consejos, muchos arraigados en mí desde la primera infancia: “Tenés que comer muy bien, pero poco, y dormir poquísimo. El sueño es una cuestión de costumbre. Los grandes hombres pudieron hacer grandes cosas porque dormían muy poco; son los haraganes los que han inventado eso de que el hombre necesita dormir ocho o diez horas por día. Si no aprovechás el tiempo, no harás nada”. “Lo principal, acordate, es no hacer economías en las cosas útiles. Tenés que comprarte siempre zapatos de gran calidad, sin fijarte en su precio y dormir en buenas camas. Con buenos zapatos podrás marchar sin cansancio, y en la cama cómoda, aunque duermas cuatro horas, tu reposo será completo”.»

Pettoruti, Emilio, Un pintor ante el espejo. Buenos Aires: Solar/Hachette, 1968.

Imágenes: “El improvisador” (1937), Colección Museo Nacional de Bellas Artes; “Dinámica del viento” (1915), Colección Museo Nacional de Bellas Artes.  



Le Pas si lent de l’amour, de Héctor Bianciotti (1995)



Il Cristo Velato


«Entre todas las bellezas anidadas en los conventos, las iglesias, los palacios de la ciudad, tan sólo me encaminó hacia la capilla de San Severo. Una orden resonaba dentro de su insistencia. No me costó mucho encontrar el sitio y, mientras disminuía la marcha para examinar las fachadas, chirrió la cerradura de una puerta maciza y un hombre apareció en el umbral: ancho de hombros y de pecho, la cabezota hundida de oreja a oreja en la espesa papada, pero desprovisto de nobleza en su porte; advirtió al forastero y, abriendo los dos batientes, lo convidó a entrar en el recinto.
En la capilla reinaba una penumbra atravesada por reflejos transversales, lo que dificultaba acomodar la vista. El ejercicio se repetiría muchas veces pues el guía, benévolo, simple guardián, me aseguró, de las maravillas de su antepasado, el príncipe Raimondo de Sangro, encendía y apagaba, a medida que procedía el paseo pedagógico, unas bombillas desnudas. La proclamación de su parentela ilustre había añadido a su paso de hombre achaparrado una lentitud majestuosa.
Pese al ardor de mi entusiasmo –“¡Estoy en Europa, estoy en Europa!”, latían al unísono el pensamiento y el corazón-, ni las estatuas, ni los frescos, ni los dos desollados que el príncipe alquimista había reducido, mediante una sustancia por él inventada, al esqueleto aprisionado en la red íntegra de los vasos sanguíneos –los cuales, por lo demás, se parecían a nuestros cables de electricidad envueltos en plástico-, ni su invención de una carroza marina tirada por caballos, lograban retener mucho tiempo mi atención. Y dentro de mí ya me estaba enfureciendo con Rosa cuando el conde, pues conde era mi cicerone, y además de Aquino –me pareció menos pequeño de talla y menos lomudo- bajó los párpados y, sus cortos brazos repentinamente desasidos del cuerpo, dibujó ante su rostro esos gestos que expresan la impotencia de cualquier palabra, antes de señalarme, con una mano enfática, como el cantante que se apresta a entonar el aria esperada, un rectángulo de mármol en el suelo, ante el altar. “Aquí me callo”, murmuró; y, caminando hacia atrás pero con un paso de embajador ante un rey, se alejó para sentarse ante su pequeño escritorio, cerca de la entrada. Hasta su ridiculez misma era imponente.
Entonces vi el Cristo velado.
[…]
¿Qué vi de golpe en ese bloque de piedra que la paciencia y la audacia del cincel habían de tal modo vuelto flexible a la mirada?
El velo. El velo de mármol. El velo de mármol, que se hubiera dicho humedecido. El velo de mármol plegado, desplegado, reabsorbiéndose en los huecos de un cuerpo cautivo, de una sutileza de gasa sobre el relieve de las más íntimas venas, de los miembros, de la frente; sobre los salientes del rostro vagamente girado, de las rodillas flexionadas, de los pies para siempre desprovistos de su apoyo y que parecen querer estirar el velo, provocar su deslizamiento, dejarlo caer.
Yo admiraba con deleite la maestría del escultor que, al convertir en transparencia la opacidad de la materia, suscitaba el impulso irresistible de arrancar ese velo que jugaba a enmascarar la desnudez del Cristo y que no era sino uno con su cuerpo. Ningún artista me habrá dado, jamás, frente a la técnica de Sanmartino en su Cristo de Nápoles, la impresión de haber ido más allá de lo posible.»


Bianciotti, Héctor, El paso tan lento del amor. Traducción de Ernesto Schóo. Barcelona: Tusquets, 1996. Edic. original: Le Pas si lent de l’amour. Éditions Grasset & Fasquelle, 1995.


Imágenes: “Cristo velato”, de Giuseppe Sanmartino (1753), Cappella Sansevero (Nápoles, Italia).

jueves, 14 de marzo de 2013

Memorie autobiografiche, de Giuseppe Garibaldi (ed. 1888)



L'infinita prateria


«Io vedevo ondeggiare a me dinanzi, come le onde d’un mare tranquillo, gli immensi spazi delle “pianure orientali”, così chiamate perchè trovansi sulla costa orientale del fiume Uruguay, il quale gettasi nel Rio della Plata, in faccia a Buenos Aires e al di sopra della Colonia. Era, lo giuro, uno spettacolo nuovo per un uomo che veniva dall’altra parte dell’Atlantico e soprattutto per un italiano, che nacque in un suolo in cui è ben raro trovare una pertica di terra senza una casa, od un lavoro non uscito dalle mani dell’uomo. Là, non scorgevasi che l’opera di Dio: la terra come uscì dalle mani del Signore nel giorno della creazione, così la si trova ai nostri giorni. È una vasta , immensa, infinita prateria e il suo aspetto simile a quello d’un tappeto di verdura e di fiori variegati, non cambiasi che sulle rive del fiume Arroya, ove si alzano e si agitano sbattuti dal vento gentili alberetti dalle splendide foglie. I cavalli, i buoi, le gazzelle, gli struzzi, in mancanza di uomini sono gli abitanti di quelle immense solitudini attraversate solo dal “gaucho”, quel centauro del nuovo mondo, come per far sì che gli animali selvaggi non dimentichino che Dio ha pur dato loro un padrone. Ma con qual occhio vedono passare questo re del deserto? Tutti protestano contro il suo dominio; lo stallone coi notriti, co’ muggiti il toro, la gazzella e lo struzzo fuggendo a quella vista. Il mio pensiero tornava alla terra in cui sono nato, miserabile terra sulla quale, passando l’austriaco che ci calpesta, gli uomini, coteste creature fatte ad immagine di Dio, salutano e si curvano, non osando esternare i moti di indipendenza che mostrano gli animali selvaggi della “pampa” alla vista del “gaucho”.»

Giuseppe Garibaldi, Memorie autobiografiche, Cap. 7 “Nella Pampa”. Ed. Barbèra, 1888 [10 edizione].

Imagen: Primera página del Memoriale de Giuseppe Garibaldi.