viernes, 31 de agosto de 2012

Leopardi, lost in translation.



Ya en el trabajo mismo de traducir, he optado por toda solución que dotara de intimidad a la frase, que rompiera la monotonía y permitiera la afloración, por contraste, de módulos melódicos de mayor resonancia. Siendo muchas veces imposible lograr en un solo verso la intensa expresividad del original, debí, para dar un equivalente, cargar de energía otras zonas más neutras del poema: así, por ejemplo, volví personales algunas formulaciones de carácter abstracto o general. Traducir a un clásico es constatar, entre otras cosas, que uno no puede tomarse las libertades que él se tomaba (uso, y abuso, del apócope y del hipérbaton) ni puede entregarle al texto libertades que son ahora de uso corriente (ametría, arritmia). De este modo, si para dotar de música a El infinito debí sacrificar parte de su tensión, lo que me exigió una elocución más remansada que la que tenía a la vista, en pasajes de otros poemas, en los que el original alcanza esa extática lentitud, esa mágica oscilación verbal que caracteriza a los idilios, comprobaba que un verso más largo es un pobre equivalente de un verso breve intensamente apocopado. Peso a pesar de éstas y otras limitaciones y perplejidades, y habiendo entendido la lección del poeta sobre la traducción en el sentido de que lo esencial en ella es la fidelidad al tono más que a la letra, a la hora de elegir he desechado todo aquello que atentaba contra él, yendo de un extremo a otro: desde el seguimiento de la expansión melódica, casi operística por momentos (El pensamiento dominante), hasta su total anonadamiento (Amor y muerte), buscando siempre el claro timbre de la voz original. Es un límite, ciertamente, haber caído en la prosa, un límite que, no obstante, no me forzó a sacrificar el poema: decidí conservarlo aun a riesgo de confundirme con aquello mismo que deploro en la traducción de poesía. Como justificación diré que, al ser la reflexión la estructura evidente de las últimas manifestaciones de la lírica leopardiana, ya no hay ensoñación ni colores esfumados en ella sino determinación y arrojo, ya no hay ecos del pasado sino el sonido neto y tenso del presente, ya no hay sugerencia sino apelación directa: una apelación directa (y he aquí el quid de la cuestión) cuya apoyatura formal es, básicamente, el uso constante de la consonancia. Y bien, cuando la consonancia lo es todo no puede haber términos medios. He dejado al desnudo, entonces, y porque se yergue mucho más bellamente así que en la versión metrificada (que sí he desechado), el vigoroso esqueleto “filosófico” de Amor y muerte: no puedo prescindir de esta estremecedora  regresión hacia la muerte, ya convertida en amante y único y cruel consuelo. En las otras piezas de la última época (El pensamiento dominante, Sobre un bajorrelieve…), por el contrario, me he arriesgado en la difícil faena de hacer coincidir las articulaciones de la sintaxis –y tal era el propósito del poeta- con los movimientos y pausas que genera el escandido rítmico puesto en acción casi exclusivamente por el poder de la rima. En síntesis, mi objetivo ha sido dar no un calco sino una imagen de Leopardi.

“Nota introductoria” de Ricardo H. Herrera en Leopardi, Giacomo, El Infinito y otros cantos. Versión de Ricardo H. Herrera (edición bilingüe). Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1990.

jueves, 30 de agosto de 2012

El país de las maravillas, de Mempo Giardinelli (1998)




Pérdidas y maravillas


«…inmigración y exilio y, en general, todo fenómeno de transterración, son parte insoslayable de la cultura argentina y latinoamericana. Inmigrantes, exiliados, transterrados (por voluntad o por fuerza), todos alguna vez perdimos un país, una cultura, un sueño, una utopía. De esas pérdidas se nutrió y se sigue nutriendo la literatura argentina.»

Giardinelli, Mempo, El país de las maravillas. Los argentinos en el fin de milenio. Buenos Aires: Planeta, 1998.

Nueve ensayos dantescos, de Jorge Luis Borges (1982)



Imaginemos, en una biblioteca oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna –un árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un muro de hierro- nos llama la atención y de esa pasamos a otras. Declina el día, se fatiga la luz y, a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que no hay cosa en la tierra que no esté ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo… He fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microcosmo; el poema de Dante es esa lámina de ámbito universal. Creo, sin embargo, que si pudiéramos leerlo con inocencia (pero esa felicidad nos está vedada), lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer término, quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos. A Dante no le basta decir que, abrazados un hombre y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y la serpiente en hombre; compara esa mutua metamorfosis con el fuego que devora un papel, precedido por una franja rojiza, en la que muere el blanco y que todavía no es negra (Infierno, XXV, 64). No le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo una luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Infierno, XV, 19). No le basta decir que en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua (Infierno, XXXII, 24)… En tales comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la «vaga sublimidad» y las «magníficas generalidades» de Milton lo movían menos que los pormenores dantescos. Ruskin, después (Modern painters, IV, XIV), condenó las brumas de Milton y aprobó la severa topografía con que Dante levantó su plano infernal. A todos es notorio que los poetas proceden por hipérboles: para Petrarca, o para Góngora, todo cabello de mujer es oro y toda agua es cristal; ese mecánico y grosero alfabeto de símbolos desvirtúa el rigor de las palabras y parece fundado en la indiferencia de la observación imperfecta. Dante se prohíbe ese error; en su libro no hay palabra injustificada.
La precisión que acabo de indicar no es un artificio retórico; es afirmación de la probidad, de la plenitud, con que cada incidente del poema ha sido imaginado. Lo mismo cabe declarar de los rasgos de índole psicológica, tan admirables y a la vez tan modestos. De tales rasgos está como entretejido el poema…

Borges, Jorge Luis, Nueve ensayos dantescos. Madrid: Espasa-Calpe, 1982.

Vida de muertos, de Ignacio B. Anzoátegui (1934)


Decapitando a ídolos locales «con pies de barro»




Domingo F. Sarmiento

Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones.
[…]
Los italianos. Llegaron cuando teníamos fundada nuestra vida. Se dijo que gobernar es poblar y nuestros abuelos se lo tomaron en serio porque les gustaban los aforismos mandones; además era una justificación de la hombría, aunque ellos no necesitaban que nadie les justificara sus hijos. Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y fundaron quintas; en lugar de sembrar trigo sembraron verduras y mandaron al centro a sus hijos para que figuraran lo mismo que los hijos de los otros. Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de eso se vinieran las primeras donnas y las cantantes que retardaron en veinte años nuestra salida del romanticismo. Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini.

Anzoátegui, Ignacio B., Vida de muertos. Buenos Aires: Tor, 1934 [reedición: Buenos Aires: Colihue – Biblioteca Nacional, 2005].

martes, 28 de agosto de 2012

Bomarzo (1964) de Manuel Mujica Láinez



«Se sentía en Florencia, más que en ninguna otra parte, la fuerza de la vida […]. Y se sentía al arte también, la presencia permanente, vital, del arte. Los rostros, los ademanes, se transfiguraban en esa atmósfera, como si requirieran el fondo familiar de las pinturas o el modelado del mármol y del bronce para destacarse con intensidad propicia. Iban por la calle unos niños cantando, danzando, y componían un bajo relieve de Mino da Fiesole o de Luca della Robbia; iban unos pulcros, graves adolescentes, y era Donatello, y era Pallaiolo; iban unos paisanos, y era Ghiberti; iba un caballero delgado, como una flor el traje de brocado de plata, y era Benvenuto Cellini; iban unas damas, con collares de rica armazón y alhajas en las mangas de terciopelo, ceñidas las frentes por arcos de oro, y era Pontormo; iba un atleta, y era Miguel Ángel.»

Mujica Láinez, Manuel, Bomarzo. Buenos Aires: Sudamericana, 1964.

Imagen: L’Orco, del Parco dei Mostri o Sacro Bosco en Bomarzo (Viterbo).

sábado, 25 de agosto de 2012

La nona (1979), Héctor Olivera




"La nona" (1979), basada en la obra homónima de Roberto Cossa, fue dirigida por Héctor Olivera y protagonizada por Pepe Soriano, Juan Carlos Altavista, Osvaldo Terranova y Eva Franco.

La Nona, de Roberto Cossa (1977)







Apagón. Se enciende la trastienda del quiosco de don Francisco, un ambiente donde hay una cama, una mesa y dos sillas, rodeadas por cajas de mercadería. Golpean, y Francisco sale a abrir. Un momento después ingresa Chicho.
CHICHO.—¿Ya cerró?
FRANCISCO.—Eh... a esta hora... para vender dos paquetes de cigarrillos...
CHICHO.—Pero las cosas van bien, ¿eh?
FRANCISCO.—Eh... apenas para comer. Siéntese.
Francisco se sienta frente a Chicho.
FRANCISCO.—Estuve pensando lo que me dijo... La verdad es que estoy muy solo.
CHICHO.—En mi familia va a encontrar un hogar, don Francisco.
FRANCISCO.—Además... bueno, para qué lo voy a negar. Ella me gusta mucho. Se entiende, ¿no?
CHICHO.—Bueno, más o menos. Pero en gustos, don Francisco...
FRANCISCO.—No le voy a decir que yo le gusto, pero... (Lo mira.) Supongo que habrá que ablandarla un poco.
CHICHO.—No, ya está decidida.
FRANCISCO.—Sí, pero la diferencia de edad...
CHICHO.—¡Vamos! No se va a fijar en eso. Lo importante es el compañerismo.
FRANCISCO.—No crea, que yo todavía... (Se golpea el pecho y ríe.)
CHICHO.—Sí, pero ella...
FRANCISCO.—Ella es un manjar. (Chicho hace un gesto.) ¡Vamos! Está bien que es parienta suya, pero tiene que entenderlo. Usted es hombre, también. Pero no crea... la diferencia de edad me preocupa. La verdad es que yo necesito una mujer de mi edad.
CHICHO.—Bueno... de edad... de la de ella... Añitos más, añitos menos, ¿eh? Además, la mujer madura tiene más experiencia... Es un poco mujer y un poco madre. ¡Bué! Ya está decidido. Habrá que fijar la fecha y... Eso sí, precisaríamos algún adelanto, ¿me entiende?
FRANCISCO.—Un momento... Las cosas hay que hacerlas bien. Antes quiero hablar con la madre.
CHICHO.—Con la hija, dice usted.
FRANCISCO.—Con doña María.
CHICHO.—La nieta.
FRANCISCO.—No hagamos líos. Yo quiero hablar con doña María y don Carmelo. Lo que diga la chica no me importa. Lo que importa es lo que dicen los padres. Así se usaba en mi pueblo.
CHICHO.—Ah... usted dice... Claro. Usted quiere pedir la mano de Martita.
FRANCISCO.—¿Y de quien estuvimos hablando todo este tiempo? ¿De su abuela?
CHICHO.—No, claro, claro... (Hace tiempo mientras piensa.) Sí, eso de la diferencia de edad es grave. Yo no lo había pensado. Martita tiene veinte años... No le gusta el trabajo... Bah, lógico. Quiere divertirse.
FRANCISCO.—Conmigo va a marchar derecho.
CHICHO.—Usted dice, pero después... Una chica así le va a hacer la vida imposible. No, don Francisco... tiene razón. Lo que usted precisa es una mujer mayor, que lo ayude en el quiosco, callada... Que lo escuche cuando usted habla...
FRANCISCO.—¿Anyula?
CHICHO.—Bueno... Anyula es un poco chiquilina. Lo ideal sería más madura.
FRANCISCO.—¿Sabe que Anyula me gustaba cuando éramos jóvenes?
CHICHO.—No, pero ahora está insoportable.
FRANCISCO.—La madre... Esa tuvo la culpa. Discúlpeme... es su abuela, pero ésa nos arruinó.
CHICHO.—Celos.
FRANCISCO.—¿Cómo?
CHICHO.—Fueron celos. Ella estaba enamorada de usted.
FRANCISCO.—¿La Nona?
CHICHO.—(Asiente, ceremonioso.) Me lo dijo a mí.
FRANCISCO.—(Lanza una carcajada.) ¡Mire usted! La vieja...
CHICHO.—Y todavía lo está.
Francisco lo mira.
CHICHO.—Es el drama de nuestra familia. Francisco... Francisco... se la oye por las noches.
FRANCISCO.—(Hace los cuernos.) ¡Cruz diablo!
CHICHO.—Es una historia de amor, don Francisco. (Le toma las manos y le habla lastimeramente.) Cásese con ella.
FRANCISCO.—¿Con la vieja? ¡Ma vos estás loco! Yo quiero a la chica.
CHICHO.—Escúcheme... la Nona está muy enferma.
FRANCISCO.—Es el veneno que tragó.
CHICHO —Los médicos han dicho: «Un mes, cuanto mucho». Ha sufrido, don Francisco. Ha hecho sufrir, pero ha sufrido, como el ave Fénix. ¡Démosle un poco de felicidad en sus últimos días!
FRANCISCO.—¡Ma vos estás loco! Es como ir un mes a la cárcel. ¿Por qué lo voy a hacer? ¿Qué gano con eso?
CHICHO.—¿Qué gana? (Hace tiempo mientras piensa) ¿Qué gana...? Está bien, se lo voy a decir. Francisco lo mira expectante.
CHICHO.—La herencia.
FRANCISCO.—(Se le ilumina el rostro.) ¿Herencia?
CHICHO.—(Asiente en silencio.) Media Catanzaro es de ella.
FRANCISCO.—¿De la Nona?
Chicho asiente.
FRANCISCO.—¿Media Catanzaro?
CHICHO.—Bueno... Catanzaro es chica, ¿vio? Pero es una fortuna.
FRANCISCO.—(Algo desconfiado.) Nunca se dijo.
CHICHO.—Ella lo ocultó siempre.
FRANCISCO.—¿Por qué?
CHICHO.—Bueno... como la plata no se podía traer...
FRANCISCO.—¿Y por qué?
CHICHO.—Hay una ley. Ella tenía que ir a cobrarla allá.
FRANCISCO.—¿Y por qué no fue?
CHICHO.—¿Por qué? (Pausa.) La guerra.
FRANCISCO.—¿Qué guerra?
CHICHO.—¿Cómo qué guerra? ¿Le parece que no hubo guerra?
FRANCISCO.—Hace treinta años que se acabó la guerra.
CHICHO.—Bueno... Pero nunca hay paz entre los hombres, don Francisco.
Francisco hace un gesto para hablar.
CHICHO.—Pero no se preocupe. En cuanto ella se muera...
FRANCISCO.—Cobran la plata.
CHICHO.—Al día siguiente. Está todo arreglado. La cosa se hace de ejército a ejército. Garantía absoluta. Piénselo, don Francisco; es un mes, y después... lo que usted quiera. A Martita la va a tener que echar de la pieza. Bué...
Chicho hace un ademán de salir.
FRANCISCO.—Pare... No se vaya. Ahora, digo yo... (Astuto.) Si yo me caso... ustedes pierden la herencia. No le conviene.
CHICHO.— (Algo desconcertado.) Eh, don Francisco... don Francisco... (Lo palmea mientras piensa.) Usted quiere que le cuente todo hoy.
FRANCISCO.—Explíqueme.
CHICHO.—Bueno, si la Nona se muriera... (Lloroso.) ¡Dios no lo permita, mi Nonita!
FRANCISCO.—¿Pero no me dijo que tiene para un mes?
CHICHO.—Si se muriera hoy, quiero decir. ¿A manos de quién iría a parar la herencia?
FRANCISCO.—De ustedes.
CHICHO.—(Niega con la cabeza.) De Anyula. Es la hija.
FRANCISCO.—Y bueno...
CHICHO.—Y Anyula... ¿Hace mucho que no la ve?
FRANCISCO.—Años... Al quiosco no viene nunca.
CHICHO.—¡Eh, Anyula...! Se patina la herencia en dos meses. Copas, farras... (Gesto de fumar.) ¡Yerba! ¡Terrible!
FRANCISCO.—¿Anyula? Pero antes…
CHICHO.—¡Antes! Cuando fracasó lo de ustedes, quedó muy mal y...
Francisco hace un gesto de consternación.
CHICHO.—Usted ha hecho estragos en nuestra familia, don Francisco. En cambio, sabemos que cuando usted cobre la herencia, bueno... No se va a olvidar de nosotros.
FRANCISCO.—(No muy convencido.) Supongo que no.
CHICHO.—Bueno... Entonces ya está decidido.
FRANCISCO.—Está bien.
CHICHO.—Eso sí, va a tener que ser cuanto antes.
FRANCISCO.—Cuando ustedes digan.
CHICHO.—Entre paréntesis... Va a hacer falta algo de plata. Hay unos gastos administrativos.
FRANCISCO.—Después del casamiento.
CHICHO.—(Resignado.) Bué... (Toma un cartón de cigarrillos que hay sobre un estante.) Huy... justo los que fumo yo.
FRANCISCO.—(Le saca el cartón.) Después de la herencia.
Chicho inicia el mutis.
FRANCISCO.—¿Un mes me dijo?
Chicho lo mira sin entender.  
FRANCISCO.—La Nona...
CHICHO.—¡Ah, sí! Y por ahí es cuestión de días.
FRANCISCO.—Entonces conviene hacerlo rápido. Si está tan mal...
CHICHO.—(Lastimero.) Si ya casi no come, don Francisco.
Apagón rápido. Se ilumina la cocina. Carmelo llega desde el fondo al mismo tiempo que la Nona ingresa desde su habitación.
NONA.—¿Si manya ya?
Nadie le contesta. Carmelo abre la heladera y saca una gran fuente cubierta por una servilleta. La Nona roba un pan y es sorprendida por Carmelo, que se lo saca de la mano y lo devuelve a la panera.
CARMELO.—¡Largue, Nona! Ya va a comer el asado.
NONA.—Ma... de acá a la hora de mayare. No está fato el fuoco ancora.
CARMELO.—El fuego ya está. Dentro de un rato comemos.
Ingresa María trayendo una mantilla y un par de zapatos.
CARMELO.—(A María.) Anda preparándola.
Carmelo sale hacia el fondo.
MARÍA.—Venga, Nona. Tiene que ponerse linda.
La Nona niega con la cabeza.
NONA.—Pochoclo.
MARÍA.—No hay pochoclo. ¡Vamos!
La Nona niega con la cabeza.
NONA.—Papa frita.
MARÍA.—Tampoco. Ahora vamos a comer.
NONA.—Dulce de leche.
María suspira con un gesto de cansancio. Abre la heladera y se fija.
MARÍA.—No hay dulce de leche. (La mira.) ¿Mayonesa?
NONA.—Mayonesa.
María saca un frasco de mayonesa y una cuchara, y se los entrega a la Nona. Luego la sienta en una silla y le cambia la mantilla y los zapatos, mientras la Nona devora el frasco de mayonesa.
MARÍA.—Tiene que ponerse linda, Nona. Se va a cambiar de mantilla, ¿eh? Y se va a poner los zapatos.
NONA.—¿E mi cumpleaño oyi?
MARÍA.—No, falta todavía. Pero estamos de fiesta.
NONA.—(Alegre.) ¡Festa, festa!
Aparece Chicho vestido con lo mejor que tiene.
CHICHO.—(Alegremente.) Ah, Nonita... qué pinta. Parece diez años más joven. (Se da cuenta que no es mucho.) ¿Qué? Veinte... o treinta. No le das ni setenta años.
NONA.—¡Festa, festa, Chicho!
CHICHO.—Fiesta, sí.
María sale hade el interior llevando la mantilla y las zapatillas. Al mismo tiempo aparece Carmelo.
CHICHO.—Che, Carmelo, mirá la Nonita.
CARMELO.—(Lleva a Chicho a un costado.) Francisco no fallará, ¿no?
CHICHO.—¡Cómo va a fallar!
CARMELO.—Si a las dos tenemos que estar en el civil, hay que comer temprano. (Pausa. Mira a la Nona.) ¿No será mejor decirle algo?
CHICHO.—¿Te parece?
CARMELO.—Y... digo... A ver si mete la pata en el civil.
CHICHO.—Está bien, yo me ocupo. Andá a atender el asado.
Carmelo sale hacia el fondo.
NONA.—Carmelo... la moyequita cortala bene finita.
CHICHO.— (Acaricia a la Nona.) Nonita...
NONA.—Vamo al fondo. Cherca del fuoco. Se encamina hacia el fondo.
CHICHO.—Ahora van a traer la picadita.
La Nona se detiene. Chicho la sienta y se ubica frente a ella.
CHICHO.—Nonita... La de la mirada dulce. Esos ojos que han visto nacer árboles y morirse para volver a nacer.
NONA.—¿Van a traer la picadita?
CHICHO.—Ya va... ya va... ¿Le dijeron quién va a venir hoy?
La Nona niega con la cabeza.
CHICHO.—El Francisco. ¿Se acuerda?
NONA.—Ese mascalzone.
CHICHO.—Es un buen muchacho, Nona. Y a usted la quiere mucho.
La Nona lo mira.
CHICHO.—(Falsamente pícaro.) Y me parece que a usted le gusta también.
NONA.—La picadita, Chicho.
CHICHO.—Le decía, Nona... usted tendría que pensar en el futuro... asegurarse un porvenir. Algún día podemos faltarle y... (Mira a la Nona esperando una reacción.)
NONA.—(Algo enojada.) ¿Y la picadita?
CHICHO.—¡La puta que lo parió con la picadita! (Le da un pan mientras le acaricia la cabeza para calmarla.) Vaya masticando.
Se hace una pausa. La nona mastica y Chicho sigue acariciándola mientras piensa.
CHICHO.—Pero este Francisco es un gran muchacho, ¿eh? (Mira a la Nona y espera.) Es italiano. (Igual.) Y está muy bien. Tiene un quiosco cerca de la estación. Si lo viera... Lleno de chocolates... caramelos...
Los ojos de la Nona se iluminan.
NONA.—¿Chocolata?
CHICHO.—Uf. Tiene una pieza llena. Del blanco, del esponjoso... rellenos de dulce de leche... caramelos de naranja... pastillas de menta... maní con chocolate...
NONA.—¿Va a venir el Franchesco?
CHICHO.—Debe estar por llegar. Va a comer un asadito con nosotros... Después vamos a ir todos a ver a un señor a una oficina y… (Cauteloso.) Esta noche se la lleva al quiosco. Usted se va con él.
NONA.—¿Me va a dare la chocolata?
CHICHO.—Lo que usted le pida. (Le acaricia la cabeza.) ¿Eh, Nonita?
La Nona dice que sí con un rápido movimiento de cabeza. Carmelo se asoma desde el fondo y mira a Chicho.
CHICHO.—Todo arreglado... Todo arreglado.
Suena el timbre de calle. María va a atender.
CHICHO.—El «sorello», llegó el «sorello».
CARMELO.—¡Qué decís, animal! El fidanzato.
CHICHO.—El fidanzato... el fidanzato...
Ingresa Francisco, vestido de traje azul marino y con un ramo de flores en una mano y una caja de bombones en la otra. Del interior aparece Marta.
CARMELO.—Adelante, don Francisco.
FRANCISCO.—¿Cómo le va, Carmelo? (Lo saluda.) Hola, Chicho. (Mira a ambos lados.) ¿Y Martita? (En ese momento la ve aparecer.) Martita...
MARTA.—¿Cómo está, don Francisco? (Le da la mano.)
FRANCISCO.—Supongo que ahora que voy a ser tu... (Mira a los demás.)
CARMELO.—Bisabuelo.
FRANCISCO.—Bueno... bisabuelo. Te puedo dar un besito, ¿no?
La besa algo cargosamente. Chicho lo toma del brazo y lo separa de Marta.
CHICHO.—Bueno, don Francisco. Ahora tiene que saludar a la... novia.
FRANCISCO.—Sí... sí, por supuesto.
Francisco, rodeado por lo demás, se va acercando a la Nona, que permaneció ajena a la escena y sigue masticando. Francisco se planta frente a ella y le hace una reverencia.
CARMELO.—¿Vio quién vino, Nona?
NONA.—El Franchesco.
Francisco le tiende el ramo de rosas.
NONA.—(Enojada.) ¿Cosa e? ¿Y la chocalata?
Chicho, rápidamente, toma el ramo de rosas de la mano de Francisco, le saca la caja de bombones y la coloca sobre el regazo de la Nona.
CHICHO.—Aquí tiene, Nona. (A Francisco.) Las rosas le traen malos recuerdos. Siéntese, don Francisco.
Lo sienta al lado de la Nona, quien ya ha abierto la caja de bombones y se pone a comer.
CARMELO.—Permiso, don Francisco. Voy a atender el asado. Traé pan para los chorizos, María. Vos, Chicho, servile un poco de vino a don Francisco.
Carmelo y María salen hacia el fondo.
FRANCISCO.—(Señala una silla junto a él.) Vení acá, Martita. A mi lado.
MARTA.—Tengo que terminar de arreglarme.
Marta sale hacia el interior. Chicho le tiende un vaso de vino a Francisco. Se queda un instante mirando a Francisco y a la Nona.
CHICHO.—Y Bué... Díganse sus cosas.
Chicho da unos pasos hacia el interior. Francisco se levanta y se le acerca.
FRANCISCO.—No sé qué decirle.
CHICHO.—Háblele de sus cosas. Del quiosco, por ejemplo. De las cosas que tienen en el quiosco. Eso le va a interesar mucho. (Lo palmea.) Háblele de su mundo, don Francisco.
FRANCISCO.—Y de Catanzaro, ¿no podemos hablar?
CHICHO.—¡Ni se lo nombre! Va a pensar que se casa por interés, ¿me entiende? Ella no sabe que usted sabe. Una vez que se casen... (Ahora levanta la voz.) Bué... Ustedes tienen mucho que hablar.
Chicho sale hacia el fondo. Francisco se queda un instante mirando a la Nona, que mastica, con la mirada fija en el suelo. Toma el vaso de vino y finalmente se sienta junto a ella. Se hace una larga pausa, durante la cual Francisco piensa cómo iniciar la conversación.
FRANCISCO.—¿Están ricos los bombones?
La Nona asiente con la cabeza.
FRANCISCO.—Son de mi negocio.
NONA.—¿Traquiste má?
FRANCISCO.—No... Pero mi negocio está lleno.
NONA.—¿Me va a llevar cuesta sera?
FRANCISCO.—Sí... sí... claro.
Tímidamente, le pasa el brazo a la nona por el hombro.
NONA.—¿E qué me vas a dar?
FRANCISCO.—(Más confundido.) Lo que usted me pida.
NONA.—¡Chocolata!
FRANCISCO.—Ah, sí... sí...
Se hace una larga pausa, durante la cual Francisco queda con el brazo sobre el hombro de la Nona, y ésta sigue masticando. Finalmente, Francisco mira hacia ambos lados para comprobar si están solos.
FRANCISCO.—(Repentinamente.) Catanzaro.
La Nona gira la cabeza y lo mira, sin dejar de masticar. Francisco la mira a ella esperando la reacción.
FRANCISCO.—¿Se acuerda de Catanzaro?
La Nona dice que sí con la cabeza.
FRANCISCO.—(En voz baja.) ¿Y qué tiene en Catanzaro?
La Nona lo mira y mastica.
FRANCISCO.—¿De qué se acuerda?
NONA.—Catanzaro... Bon vin.
FRANCISCO.—Vino. ¿Tiene viñedos?
NONA.—La pasta.
FRANCISCO.—Fábrica de pasta.
NONA.—Cuesta cosa... (Hace un gesto de algo pequeño.)
FRANCISCO.—Oro... ¡Pepitas de oro!
NONA.—(Niega con la cabeza.) Marisco.
FRANCISCO.—Fábrica de pescado... Agarran pescado... Tienen barcos...
NONA.—Se agarra e se manya. (Ríe.)
FRANCISCO.—(Aprieta con alegría a la Nona.) Nonita.
En ese momento ingresa Chicho trayendo una fuente con sándwiches de chorizo.
CHICHO.—¡Bueno, bueno! Perdón si interrumpo, pero los chorizos ya están.
La Nona se mete rápidamente en el bolsillo los bombones que aún quedan en la caja. Toma un sándwich y se pone a comer. Carmelo y María ingresan detrás. Francisco abraza a Chicho y lo besa.
FRANCISCO.—Chicho querido...
Chicho lo mira sin entender y le sirve vino a Francisco. Anyula llega con un vaso de vino en la mano y se cruza con Francisco. Este le saca el vaso de la mano.
FRANCISCO.—No tome más, Anyula. Con eso no va a arreglar nada.
ANYULA.— (Recupera el vaso.) Es de Carmelo.
Chicho le extiende un vaso a Francisco.
CHICHO.—Meta, don Francisco.
Este lo toma y se lo cede a Marta, que acaba de entrar.
FRANCISCO.—Tomá, Martita.
MARTA.—Gracias, don Francisco.
FRANCISCO.—No me digas don.
MARTA.—Y... usted ahora es mi bisabuelo.
FRANCISCO.—(Por lo bajo.) Ahora sí, pero después de Catanzaro vas a ver.
Desde la calle llega el sonido de varios bocinazos. Marta se encamina hacia la salida.
MARTA.—Bueno... chau.
FRANCISCO.—(Desilusionado.) ¿Te vas?
MARTA.—Me tengo que ir, don Francisco.
FRANCISCO.—¡Qué lástima!
MARTA.—Ya va a haber otra oportunidad. (Sale.)
FRANCISCO.—(A Chicho.) Se fue.
CHICHO.—Sí, ¿pero qué le dijo?
Francisco lo mira.
CHICHO.—Está esperando la oportunidad.
FRANCISCO.—(Ríe y besa a Chicho.) ¡Chicho querido! La fábrica de pasta es para vos.
CHICHO.—(Desconcertado.) ¿No será mejor que pare de chupar, don Francisco? Mire que a las dos tenemos que estar en el civil.
Francisco observa a la Nona, que toma otro sándwiche, y deja de reír.
FRANCISCO.—Escuche... La salud de la Nona...
CHICHO.¿Qué tiene?
FRANCISCO.—Usted me dijo que está muy mal.
CHICHO.—Anoche casi se nos queda. Tuvimos que hacerle respiración boca a boca.
FRANCISCO.—(Mira a la Nona, que come vorazmente.) Ma... come bien.
CHICHO.—La mejoría de la muerte.
FRANCISCO.—A ver si se nos queda ahora.
CHICHO.—No... hasta esta noche aguanta seguro, pero ya... (Hace un gesto fatídico.)
NONA.—¡Chimichurri!
CHICHO.—(Para distraer la atención de Francisco toma la bandeja.) Meta otro sánguche, don Francisco.
Carmelo, María y Anyula han llegado desde el fondo trayendo diversas cosas y rodean la mesa.
CHICHO.—Un brindis. ¿A ver?
Todos levantan los vasos, menos la Nona, que sigue comiendo ajena a todo, y Anyula, que se aparta con un gesto de tristeza.
CHICHO.—¡Por los novios!
Todos dicen «por los novios». Anyula se toma la cara y sale llorando hacia el interior. Francisco la mira irse.
CHICHO.—(A Francisco.) Déjela... Ahora se mete en la pieza y empieza a chupar... ¡Un desastre!
FRANCISCO.—¡Qué barbaridad!
CHICHO.—Bueno, bueno... (Levanta la copa.) ¡Otro brindis!
MARÍA.—A ver el novio...
FRANCISCO.—(Levanta su copa.) ¡Por Catanzaro!
Nadie, salvo Chicho, entiende mucho, pero todos levantan el vaso.
FRANCISCO.—(Estira el vaso hacia la Nona.) Nona... Por Catanzaro.
La Nona lo mira y sigue masticando. Francisco la invita a brindar.
CARMELO.—Brinde, Nona.
La Nona mira ahora a Carmelo y mastica.
CARMELO.—Brinde, don Francisco.
Francisco queda con el vaso extendido. Se hace una pausa. Francisco mira a Chicho reclamando una explicación.
CHICHO.—Y... es un día muy especial para ella.
MARÍA.—(Toma el vaso de la Nona y se lo entrega.) ¡Vamos, Nona!
La Nona toma el vaso y lo levanta. Todos aplauden y dicen «muy bien», etc. Cuando las voces se callan, se escucha a la Nona.
NONA.—¡Feliche año nuovo!
Apagón rápido.

Cossa, Roberto, La Nona. Buenos Aires, Corregidor, 2008.

Imagen: la nona, interpretada por Pepe Soriano en el film dirigido por Héctor Olivera (1979).